En
la restauración moderna existen dos bebidas alcohólicas que contienden entre sí:
el vino y la cerveza, sin embargo no puede verse esto como una polémica de
nuestros días. La porfía entre ambas bebidas data desde el mismo momento de su
nacimiento en la historia.
Los ejemplos más antiguos
que pueden considerarse como procesos biotecnológicos son la obtención de la
cerveza y el vino. Muchas civilizaciones del pasado descubrieron que el azúcar
y las materias primas azucaradas podían sufrir transformaciones espontáneas que
generaban alcohol.
En
la historia la primera experiencia del hombre con el alcohol lo constituyó para
una gran mayoría la ingestión de la cerveza. Otra minoría disfrutó de esta acción
a través del vino. Hablamos de civilizaciones que se dedicaban con más fuerza
al cultivo del cereal que de la uva.
Los sumerios en Mesopotamia fueron los
primeros en ocuparse del arte de producir la bebida alcohólica que hoy llamamos
cerveza. Ya en el año 4000 a.n.e. aparecen documentos que reseñan un
procedimiento muy parecido al empleado hoy en todas las cervecerías del mundo.
El lúpulo, empleado para aromatizar y dar sabor amargo a la cerveza, se
comienza a utilizar siglos después.
Paralelamente,
en la zona sur del Cáucaso, aparecen las primeras manifestaciones de
elaboración de vinos rústicos. Mesopotamia, no contando con condiciones
vitivinícolas, lo utilizaba para mesas de personajes importantes, adquiriéndolo sobre todo de Persia a través
del río Éufrates transportado en barricas de palmeras. Al requerir de
recipientes voluminosos para su conservación se convirtió en algo perfecto para
su comercio. El vino facilitó el contacto entre culturas distantes y
proporcionó el medio y los motivos para el comercio.
Egipto
lo tomó como parte de su cultura, como lo demuestran las 36 ánforas de vinos de
los mejores terroirs egipcios, encontrados en la tumba, abierta en 1922, del
faraón Tutankamón que reinó en el lugar desde 1334 a 1325 a.n.e.
Cerveza
y vino tomaron caminos similares en la historia. La civilización griega y la romana
los convierten en bebidas comunes pero ya desde ese entonces nuestros antepasados
declararon al vino un poder y un valor mucho mayor que al de la cerveza. Durante
siglos fue el único antiséptico en la historia médica y quirúrgica. Las heridas
se bañaban en vino y el agua podía beberse si se mezclaba con vino. Textos
médicos antiguos lo recomendaban como tonificante de la mente y del alma,
antídoto contra el insomnio, la pena y el cansancio, inductor del apetito, la
felicidad y la digestión.
En la
actualidad los poderes del vino se han explicado más ampliamente. Es conocido
por todos que esta bebida se conserva
durante mucho mayor tiempo, mejorando generalmente con la guarda.
El
contenido de ácidos y taninos del vino produce una acción más enérgica y
refrescante que la cerveza. En olfato cualquier vino puede alcanzar aromas primarios combinados que pueden ser florales,
frutales, minerales, especiados y vegetales sin mencionar aquellos que se
adicionan si pasan un tiempo en barricas. Su sabor limpio y duradero invita a
beber de nuevo.
¿Quién
niega que el vino sea el acompañante perfecto de las comidas? Por solo citar
ejemplos elementales, su sabor añade un nuevo ingrediente al plato y su acción
en el paladar compensa la riqueza de grasas y no hincha el estómago como sucede
con su contendiente histórico.
En
el proceso digestivo, la ingestión del vino favorece la asimilación de
nutrientes, en especial de las proteínas por lo que los consumidores moderados
de vino resultan estar mejor nutridos. Incluso estudios científicos serios han
demostrado las propiedades curativas del vino en el organismo, destacando sus efectos cardiovasculares, anticancerígenos, metabólicos y neurosiquiátricos, entre otros
muchos.
Además
de la diferencia de precio entre ambas, existen razones suficientes que como
gastrónomos o clientes debemos tener
presente. La polémica no está en la rivalidad de estas, sino dentro de nosotros
mismos: confundir el espacio en que cada una debe satisfacernos realmente.
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